Zaha Hadid nunca dejó de ser iraquí, pero siempre fue muy inglesa. Seguramente porque todos viajamos con un equipaje compuesto de lo que somos, lo que seremos, lo que seríamos y en perfecto estado: lo que fuimos.
Explosiva hasta un radio de 300 metros, su áurea la dejó en su obra y en su estampa. Zaha murió en marzo, a los 65, seguro supo que no iba a ser longeva y se apuró para dejar un legado sólido y prolijo. Hay que estudiarla.
En su casa de la infancia en Bagdad, siempre estaban contemplados los estudios, esta hija de un famoso activista político, eligió las matemáticas. Estudió en la Universidad de Beirut, y en una cita publicada en medios decía “Mis padres me inculcaron el afán por descubrir. Para nosotros no había distinción entre ciencia y creatividad: jugábamos con los problemas de matemáticas como jugábamos con los lápices y los papeles".
Álgebra en mano, esta mujer llevó las matemáticas a la concreción figurativa. Con grandes inspiraciones en corrientes occidentales, entró a la arquitectura de manera lateral, porque ya sus dibujos neo constructivistas eran conocidos cuando se mudó a Londres para estudiar en la Architectural Asossiation. Incluso antes de su fama como arquitecta impartió clases de diseño en las Universidades más prestigiosas de Estados Unidos, como Harvard y la Escuela de Arquitectura de Chicago. Lo dijo y lo sabía: “Mi trabajo no es aceptado dentro del canon oficial. Puede ser porque soy mujer, árabe y musulmana. Hay un prejuicio sobre estas cosas y lo sé”.
Zaha quería convertir los edificios en paisaje, era capaz de diseñar megaproyectos, a la vez que hacía colecciones de zapatos, carteras, y construía la ropa emblemática con que vestía. Diseñó la pasarela y escenografía de Chanel en una semana de la moda en París, un encargo del mismo Karl Legerfeld, pero se le conoce y gana sus premios inmortales por construcciones como el Museo Nacional de Arte del Siglo 21, el Centro Acuático de Londres, el Guangzhou Opera House, el centro cultural la Heydar Aliyevfue y el Pabellón Puente de Zaragoza, el Centro de Arte Contemporáneo Rosenthal en Cincinnati. Y otros cientos de obras por el mundo, ninguna en Irak.
A diferencia del reconocimiento de grandes arquitectas de su generación, incluso anteriores, muchas de ellas pensadoras brillantes que impactaron las construcciones complejas de las nuevas sociedades, Zaha fue criticada por muchas mujeres y hombres por indiscreta, por diva y por respondona. No tenía miedo de plantar una de sus esculturales estructuras en ciudades icónicas. Y a las mujeres nos faltaba entender que no hay una única representación de las mujeres, y que tal cosa no es necesaria, como no la hay entre los hombres. No tenía que gustarnos su arquitectura para defender ese espacio que había ganado numerosas veces. Porque se ganó cada uno de sus premios, y la criticaron por cada uno de ellos. Sus diseños gritones y protagónicos eran una extensión de su personalidad, había una gran coherencia en todo lo que hacía. Había también una lírica en su forma que no es fácil de emular. Zaha nunca dejó de dar clases. No se casó. No tuvo hijos. Tuvo, eso sí, cientos de amigos, que la lloran hoy. Y un importante crecimiento en mujeres iraquíes que han estudiado arquitectura inspiradas por esa puerta que abrió.
Su trabajo y talento la convirtieron en la primera mujer en ganar un premio Pritzker, y ese nombre completo que usa (Zaha Hadid) dialoga para siempre con Gehry, Koolhaas, Foster, Richards, Piano. Es además, la única mujer que ha ganado el Praemiun Imperiale en Arquitectura y el Mies van der Rohe.
Construía mientras deconstruía. Enseñaba y desestructuraba estudiantes, decía que no se podía enseñar la arquitectura, solo se podía inspirar. Esta arquitecta tenía una presencia sofisticada y poderosa, al punto que ese 31 de marzo, cuando murió en Miami, juro que hubo una ráfaga de viento que sentimos todos. No como cuando dicen que pasa un angel, sino como el de la estela de un tren bala.
En una charla en Yale, siete días después de su muerte, se reunieron algunos de sus amigos y colegas de cátedra para despedirla. Frank Ghery, quien la admiró toda su vida, Peter Eisenman y Deborah Berke, y concluyeron todos que no había nada de falso en ella, sus opiniones eran firmes y emotivas, y que esa expresión de un talento genuino no podía ser llamado divismo.
Hace pocos meses se inauguró la primera obra póstuma de Zaha en Londres. Una conmovedora sala de 1.000 metros, convertida en una especie de templo que alberga, de manera simbólica, todo lo que las matemáticas han hecho por el progreso humano, la Winton Gallery en el Museo de Ciencia. El último diseño que realizó se lo dedicó a la pasión que le dio su nombre.
Por multifacética y probablemente por artista, continuamente se le argumentaba por darle más peso a la forma que a la función, una de las discusiones más frecuentes y desoladoras del gremio de arquitectura. Sin embargo esto algunas veces se desestimaba por tratarse de un tema de estilo, de visión de paisaje urbano. La ambigüedad histórica de algunas de las maravillas arquitectónicas del mundo que nunca cumplieron su función, pero sí su forma. Estas quizá son algunas de las paradojas que Zaha dejó para que sea el tiempo y no ella quien las declare o las demuela.